

Diversos estudios en psicología educacional han demostrado que el uso constante de un lenguaje positivo en el aula no solo contribuye a un mejor clima escolar, sino que también impacta directamente en la autoestima de niñas y niños. Este tipo de comunicación influye significativamente en su motivación por aprender y en la forma en que construyen su identidad y se perciben a sí mismos dentro del mundo que los rodea.
La autoestima se construye palabra a palabra
La autoestima, entendida como la valoración que cada persona hace de sí misma, comienza a construirse desde las primeras experiencias de vínculo. En el aula, ese proceso se vuelve especialmente visible. Cuando un estudiante escucha con frecuencia “tú puedes”, “hiciste un buen esfuerzo” o “me encanta cómo resolviste eso”, empieza a internalizar una narrativa sobre sí mismo que lo empodera y lo estimula a seguir intentándolo.
“La retroalimentación verbal que damos en la escuela es uno de los principales insumos emocionales que recibe un estudiante durante su formación”, explica Camila Azócar, psicóloga educacional y Magíster en Psicología Infantil de la Universidad de Chile. “Cuando el lenguaje está cargado de valoración positiva —aunque se esté corrigiendo algo— el menor no siente que su identidad está en juego, sino que tiene margen para mejorar desde un lugar seguro”.
Azócar enfatiza que no se trata de llenar de halagos vacíos ni de evitar los límites, sino de poner el foco en el proceso más que en el resultado. Frases como “me doy cuenta de que esta vez te esforzaste más” o “noté que preguntaste con seguridad”, son pequeñas semillas que fortalecen la autoimagen.
El poder de nombrar lo que sí funciona
Uno de los errores más comunes en el aula es concentrarse solo en los aspectos que necesitan mejora. Sin embargo, poner en palabras lo que sí está funcionando resulta fundamental.
“Las niñas y los niños necesitan saber qué están haciendo bien, no solo lo que hacen mal”, afirma Rodrigo Méndez, profesor de Educación General Básica, licenciado en Educación de la Universidad Austral de Chile y diplomado en Formación Socioemocional. “Cuando verbalizamos aquello que queremos que se repita, estamos reforzando una conducta positiva y también validando al estudiante como alguien capaz”.
Méndez relata que, en una de sus clases, comenzó a usar una estrategia tan simple como efectiva: cada semana, se proponía destacar en voz alta al menos una acción positiva por alumno o alumna. “Al principio me costaba encontrar algo para algunos, pero bastaba que un niño ayudara a otro o mostrara interés en una lectura para reconocerlo. Y ese acto generaba un efecto dominó en el grupo”.
Lenguaje que enseña a mirarse con otros ojos
Más allá de mejorar la convivencia o la disciplina, el lenguaje positivo les enseña dialogar con respeto. La forma en que un docente se dirige a sus estudiantes suele ser el modelo que ellos emplearán en momentos de dificultad.
“Si un niño se acostumbra a oír ‘eres capaz’, probablemente se repetirá esa frase en una prueba difícil o al enfrentar una situación nueva. En cambio, si su experiencia ha sido oír que ‘siempre se equivoca’, tendrá que luchar contra ese mensaje para avanzar”, afirma Camila Azócar.
En ese sentido, el lenguaje positivo no solo construye autoestima, sino también herramientas de autorregulación emocional y resiliencia. “Un alumno con buena autoestima no es quien cree que lo hace todo bien, sino quien puede enfrentarse a un error sin derrumbarse. Y eso se aprende, entre otras cosas, a través de cómo le hablamos”, añade.
Clima emocional: lo que se dice y cómo se dice
No basta con tener buenas intenciones: el tono, los gestos y el lenguaje corporal acompañan el mensaje. Un “muy bien” dicho con desdén o sin contacto visual pierde totalmente su efecto. Por eso, es clave desarrollar una conciencia comunicativa en el aula.
“Hay una coherencia emocional que ellos detectan rápidamente. Si el lenguaje verbal no coincide con el lenguaje no verbal, el mensaje pierde credibilidad”, señala Méndez. “Es mejor decir menos pero con autenticidad, que llenar de frases positivas sin conexión real”.
Esto también implica revisar el uso de etiquetas. Términos como “flojo”, “desordenado” o “problemático” tienden a fijar una identidad que se vuelve difícil de revertir. En cambio, describir conductas específicas abre la posibilidad de cambio: “hoy te costó concentrarte” no es lo mismo que “eres desatento”.
Herramientas concretas para el aula
El uso de un lenguaje positivo no significa negar los errores ni evitar el conflicto. Al contrario, se trata de abordar esos momentos desde una perspectiva que fomente el desarrollo y no la culpa. Algunas estrategias simples pero efectivas incluyen:
Validar emociones y esfuerzos: frases como “entiendo que estés frustrado, es difícil” o “veo que lo intentaste mucho” tienen un efecto calmante y validante.
Reformular lo negativo: en vez de decir “lo hiciste mal”, se puede decir “vamos a revisar cómo podrías mejorar esto”.
Usar la retroalimentación descriptiva: señalar exactamente qué se hizo bien o en qué se avanzó, en lugar de generalizaciones. Ejemplo: “me gustó cómo organizaste las ideas” es más útil que un simple “bien hecho”.
Evitar comparaciones entre estudiantes: esto refuerza la competencia poco saludable. Es preferible destacar el progreso individual: “estás leyendo con más fluidez que hace un mes”.
Modelar un lenguaje respetuoso: la manera en que el adulto se comunica con otros —colegas, apoderados, alumnos— también enseña.
Además, Rodrigo Méndez propone realizar ejercicios de metacognición verbal con los estudiantes. “Pedirles que identifiquen una frase que les dijeron esta semana y que les hizo sentir bien, o que piensen cómo se hablarían a sí mismos antes de un desafío, permite traer estas reflexiones al plano consciente”.
Un aula que cuida y transforma
El impacto del lenguaje positivo se extiende más allá del individuo. Cuando este tipo de comunicación se vuelve parte del clima habitual de una sala de clases, se genera un ambiente de mayor respeto, empatía y colaboración.
“Los estudiantes aprenden que equivocarse no es sinónimo de castigo, sino parte del proceso”, sostiene Azócar. “Eso cambia la forma en que se relacionan entre ellos y también su disposición a aprender”.
En un sistema educativo que muchas veces pone el énfasis en la evaluación, el rendimiento y la disciplina, volver al lenguaje como herramienta de formación humana es un acto profundamente pedagógico. Porque enseñar también es enseñar a mirarse con buenos ojos. Y eso, palabra a palabra, construye confianza.
Paula Reyes Naranjo